El Patito feo
volaban, pero se sentía más atraído hacia ellos que lo que nunca lo había sido por ser alguno. Y no era que los envidiara en lo más mínimo, ¿cómo podía ocurrírsele envidiar aquella maravilla de belleza? Se habría sentido agradecido con sólo que los patos lo hubiesen tolerado entre ellos, tanta era la certeza de su fealdad. El frío invernal era tan intenso que el patito se veía obligado a nadar en círculo en el agua sólo para librarse de quedar helado, pero noche tras noche el agujero del hielo por el cual se zambullía se iba haciendo más y más pequeño, hasta que se heló con tanta fuerza que la superficie se resquebrajó y el patito se vio obligado a mover las patas sin cesar para que el agua no se congelara a su alrededor, aprisionándolo. Por último, ya tan cansado que no podía moverse más, cedió y se quedó rápidamente aterido en el hielo. Aquella mañana a primera hora acertó a pasar por allí un campesino, que al ver al patito se acercó, abrió un boquete en la superficie del hielo con su zapato herrado y
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