El Heraldo masonico

EL HERALDO. (le los preceptos del decálogo; y el hombre que olvida esta divina ley, rompe los vínculos de la natu_rale1_a y degenera de la especie humana. Dios, libertad y honor, son los tres principios que c.lebe11 normar los procedimientos del hom– bre; el que de ellos se separa, no ama a sus pa– drfS, se~·á víctima de sus torcidas doctrinas y el desprecio ó tal vez plaga de la sociedad. Si de las máximas que nos hemos atrevido a sentar, se encuentran algunas que merezcan la acogida de nuestros lectores, nuestra compla– C'eocia será sin límites. INSERCIONES. DISCURSOS PRONUNCIADOS EN LOS FUNERALES DEL H •• • J.•. 1\1. '. U... El JI. · . Demóstenes, dijo: Rod eamos un ferélro que mas que los restos mor– ti!lrs ele un lwrmano, encierra el simbolismo sagrado de una idea-la ele hourar la memoria de un ((obrero de paz)). Tocio en torno nuestro lic•ne e l aspecto de l dolor que sif•nlrn los <e hijos de Hiran1J por la pérdida in·c>parable que !tan sufrido, pues miran en las co– lumnas d el ((Templo)) un sacerclolc de menos y un i.1°pu !ero de mas . Trisle eslá nuestro corazon como el ten ebroso luto de la Logia- ¿i\caso e l e11t>migo ele la luz ha r r petido el sangrirnto sac rificio del ~l.·.? No: sobre las tinieblas de la mue1 te resplandece el lri(ingulo ce nlcllante, en cuyo cctitro el ojo ele la Divinidad mira el abismo, para ilumlnar la eternidad. Esa mirada de Dios es la inmortalidad, y estas tinie– blas 110 son mas que la sombra pasajera de la vicia . En efecto, el alma gene rosa de nuestro hermano ha pasado á incubarse en la sus tancia inmaculada ele los espíritus; la miserable guadaña de la muerte , no ha respetado ni el brillo h e rmoso de sus ,·irludes; mar – cbitanclo la mate ria tosca Je ha lanzado á la patrla inmort,tl donde reposnn los nobles hijos de ,clJiran )). La rnu<'rll', sí, querido.? hermanos, la mue rte lo ill'– r ebaló todo c ual YOrúgine irresis libl e:qu c se p ic> rde en la i11mcnnsidad del abismo y cuyo círc ulo de ac– cion es tau Px tcnso como la humanidad y tan profun– do como todo lo creado . La muerte atrar, devora f 1 bsorbe c uanto, tiene ,·ida; nada hay que r espete su implacable saila, tocio es tá some tido ú su vor¡¡ciclad y traducido inces:1ntemr nte de ser á _no ser ; solo lo jus to, lo Yt'rdadcro y lo bello nunca mu <' re : la Yi r– tud es inmo rtal po rq ue Oios es su ftrm~ fne nle . Por qué, pues, hermanos mios, ll orar sobre los prn e rto:-, cuando to ·fo nos dice que·nuPs tr a ,,lma lev;i 11la la Josa del sepulcro para volar lriu11fanlc a l Sl'110 del Criador? L,. apalabra sagrada¡¡ del cc hijo11 de la viuda 110 pudo mori1·, por eso la encontraron !os <'IC'gitlos : llorar seria contrariar la Yolu11rnd del rielo-Dios nos dió un hyrrnano, é l nos le ha quitado : lw ncl iga– mos s u misl'ri c0.:.·J:lia. Busquemos e n e l sepu lcr o ele nuestro h e rmano, 'no el consu elo d e nues tro pesil r , po rque es muy jus to, sino el l'jempio ele nut>slro pon·enir. A,·a nzamos á é l por una senda que nues- 1rns pasio1ws decoran de flores, pnr a eug.i iwr nos me– j or sobre nu estro fin: aspiramos la g lo r-ia, e l fau sto, la riqu eza; sacrific,1mos ta l YCZ ú nu estro egoísmo la la felicidad d e oll'os, y rnarcl1amos sin mirar at rús y vol umos ¡iclelallle, y st>gui mos, sa lisfrch os tal ,·pz, nu eslru ca rre ra- p ero llegamo~? Cómo q u isier.1rnos rt'troceder! ... Qué h r mos e ncontrado al lom ar nu t>s– t ro eam i110?.. . Ese fé re tro el ocue nte nos ha ciado la respuesta. l\Icdi lcrnos e n lo que 110s dice y sénmos nwj o rcs. Vi "•im1os para d <>j a r u na memor ia e11,·iclia– ule y digna de ímit,11·se por n ues tros h ijos y no la que dejan los tiranos y <'l supersti~·.ioso Yerdugo de , la humanidad-Permilidme, hermanos mios, levan– lar la losa de ese sepulcro para hablaros de nuestro hermano Ugarte, ((obrer" infatigable: desde que pasó las puertas de nuestro ((Templo)), nuestro taller,tu,·o un sacerdote de la caridad y un apóstol mas 'de la virtud; los desgraciados tuvieron una mano mas que les alargára un pan bañado con el bálsamo del consuelo, y la patria tuvo un soldado fiel centinela de su honor-si alguna vez erró, si como hombre dió lugar i1 las pasiones profanas, y si como mason no hizo todo el bien que podia; dejemos cae1· la losa del sepulcro y pongamos sobre ella la ínscripclon ele sus virtudes. Tal es el epitafio del Evangelio. Demóstenes. El H.·. Astrea, dijo: Queridos hermanos. Al cumplir con el imperioso deber que me im– pone la fraternidad, siento oprimírseme el ·co– rnzon de angustia, al verme precisado a pronun– ciiir el nombre del que fue sobre la tierra, nues– tro muy querido hermeno Juan M. Ugarte; mas ~ontemplando en silencio la sola mision pasaje– ra que al hombre se le tiene encomendada en esle valle de puras pruebas, el corazon vuelve a tomar sus naturales formas y latiendo con regu– laridad, la resigoacion vuelve la calma, al que exlraviudo por el dolor la babia perdido. ¡Ah! cuán bella y perfecta es nuestra insLitu– <:io1,1sagrada! cuántos consuelos y amparos nos brinda en la soledad y am.argura! Si el mundo profano nos comprt:ndiera, y si 61 Yi cra la verdadera luz que otrns mas dichosos la han llegado ·a mirar, la sociedad sería perfec– tu, y los preceptos del decálogo, serían el credo de sus convicciones y el cumplimiento de ell os, la perfec ta feli cidad. · No l1ay sino un solo camino para llega r al im1Jc recedero bien. Subid al Sinai, y tomando por brújula para surcar el tempestuoso mar de la::: pasiones, las ta bias que allí se fijaron, encon– trareis el puerto apetecido. Sí, marehad tran– quilos y risueiíos con los preceptos divinos in – crustados en vu estros corazones, y en la marcha triunfal c¡ue llevcis, -no tcmais ni aun a la misma muerte. ·¿Q11é es la mu crtq?--EI término de la rarrera ma terial ; el tributo indispensable c.lebido á la naturalew; la inflexible ley del omnipotente ·dictaJa en el "Gól30La; » la ley de la eternidad. En efecto-El Gra n Arquitecto del Uni verso, el DÍos ele los Dioses, sin cuya Yoluntad no ji– rara la tierTD, ti ene que premiar la virtud y casti aa r el vi cio v pa ra castigar el vicio ó J)re- n ' ., '.J miar la rirtncl , tiene que llamarnos; y ¿cómo nos j uzga ra cu su screro tribunal? llevándonos á su pres<?nci;i . IIó aquí, la cau~n ftindarnental de la muert e . La muerte, mirada b¡_1jo de este aspec– to, no es otra cosa, q ue la llamada del gran juez pura pesar en la balanza de la divina jusl.ici_a, lus acc iones del hombre · e.l e otro modo sería 111 velar las acc iones hac.ien .lo'¡clén ticrs la virtud y el vicio.

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